El autor Rubén Barrenechea Núñez, en círculo
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EL AHIJADO DEL BANDOLERO
Por Rubén Barrenechea Núñez
Libro: Turumanya. Ediciones Yunga. Chiclayo. 1959: 32-48.
La amplia mesa abastada para el festín, los trajines de la parentela, el bullicio de los invitados, consumían aún más la impaciencia a don Críspulo Barba. Su palidez de santo martirizado le invadía ahora el cuello, y parecía brotar de un ser cristalino. Errando sin objeto por toda la casa, husmeaba cada cosa sin detenerse exactamente en nada. Por momentos, retirado en su alcoba, dejábase caer sobre una silla y se limpiaba el sudor.
-¿Estás contento? - le decía su mujer, aplastánose los escudos sobre la cara-. Todo está listo, y hace mucho que debió haberse efectuado la ceremonia. El cura está furibundo y amenaza plantarnos. ¿Por qué no suplicas a alguien que sustituya al padrino?
- ¡No, no! ¡Imposible! ¡Eso es absurdo! –replicaba el marido con voz atemorizada- ¿Dios sabe lo que sucedería!
- ¡Tú qué sabes! Estás ciega
- ¡Tienes miedo, Críspulo! ¡Estás temblando!
- ¡Calla, mujer! Tú no comprendes.
- Sí; todo esto es una calamidad, los invitados comienzan a retirarse, y tú no sabes cómo arreglártelas. Lindo negocio, ¿no?
- ¡Calla, condenada! ¿A quién benefician tus palabras? Mejor estás en la cocina destripando cuyes, ¡Vete!
Llegó el sacristán con nuevo recado del cura.
- Por última vez, que se apresuren, que no puede esperar por más tiempo. No sesiente bien y va meterse en la cama.
- Bien, bien; ya vamos.
El hombre permaneció durante un rato con la vista clavada en el suelo, frotándose la barbilla con un movimiento impaciente y nervioso. Era evidente que se esforzaba por tomar una resolución inmediata. Por instantes, los músculos de su rostro se hinchaban como si bajo la piel se abriese paso el tumulto de sus pensamientos. Sus cabellos comenzaron a empaparse en sudor.
Al fin salió de su ensimismamiento, y marchó a la casa parroquial.
El cura, revestido ya, estaba ocupado en repasar unos papeles. Sin volverse, lo invitó a entrar. Don Críspulo empujó la puerta y se detuvo e el umbral, indeciso. Su determinación era muy débil, y deseaba que alguien lo alentara, sacudiéndolo con un grito, insultándolo a ser posible. A punto de volver sobre sus pasos, se irguió la voz acuciante del fraile.
- ¡Pase, hombre, pase! ¿Qué desea?
- Soy yo, doctorcito. He venido a aconsejarme.
El exclaustrado se revolvió, indignado al reconocer la voz de su visitante. Era un cura español, fornido y sonrosado, de espesas cejas y manos velludas. Sus ojos brillantes exhibían ya la marca terrible del valle palúdico.
- ¿Usted? –clamó- ¿Y a venido a molestarme con sus confidencias? ¿Qué sucede ahora? ¿Ha tronado el crío, o están remediando los desaliños del ajuar?
- No, doctor; no es eso. Pasa que no se presenta todavía el padrino. Estoy muy afligido, créame.
- ¡Cuerpo de Dios! ¿Qué puedo hacer con ustedes? ¿Por tan poca cosa me tienen levantado? Pues ponga usted a otro en su lugar, hombre, y sanseacabó.
- Sí, sí, doctor. Eso sería lo indicado, pero …
- ¡Ah, claro! Un compromiso de honor, una vieja amistad, un deber de consideración. ¡Al diablo con todo! Se olvidó él, y no veo por qué no puede usted hacer otro tanto.
- No lo contradigo. Pero se trata de una persona…
- De una persona, no; de un personaje quiere usted decirme. Conozco esos compadrazgos. ¡Vaya si los conozco! Un gamonalillo petulante o un funcionario que lo tiene de un puño, ¿no es así?
- Pues se equivoca, doctor. El padrino es… Luis Pardo.
- ¿Luis Pardo!... Bueno, bueno. Así las cosas cambian. Quizá le asista razón y tengamos que considerar la cuestión con algún sosiego.
Se enderezó lentamente, tal si, de pronto, el techo hubiese descendido hasta sus espaldas. Con una mano afirmada en la cintura y la otra cubriéndole el cráneo, dejó vagar su mirada en todas direcciones. De tanto en tanto, dirigía un fugaz vistazo al hombre. Por un rato, creyó adivinar en su actitud una silenciosa imputación de apocamiento. Luego vio un rostro de caótica expresión y unos dedos convulsos enlazándose sobre el sombrero como gusanos que se retuercen. Después reflexionó que podrían faltar motivos para atemorizarse, y avanzando hasta ponerse a un paso de él, le dijo con aire razonado:
- Ese señor no va a venir más, mire. Sé de buena tinta que es de palabra y aborrece la impuntualidad. Búsquese de inmediato quien lo reemplace y no demoremos más. Si no se decide ahora no podré atenderlo en muchos días. Me siento muy mal, y voy a pasar una temporada en la cama.
Quiso ser más convincente y agregó palmeándole los hombros.
- Tranquilícese y haga lo que le digo. No espere que ocurra nada, puesto que en usted no cabe culpa alguna. Apenas me parece necesario decirle, sin embargo, que si algo sale mal, ya habrá quien abogue por usted.
El hombrecillo se abandonó a una consoladora alegría y salió apresurado, después de tocar con sus labios las manos simiescas. Ya era noche cerrada, y desde algunas ventanas caían baldazos de luz sucia sobre la calle de tierra llena de desniveles. El hombre avanzaba con muchas precauciones. Mientras caminaba, no hacía otra cosa que repetirse: “Es un hombre de criterio el taita, lo ha pensado bien, y, la verdad, no hay cosa mejor que sus palabras. Me han tranquilizado realmente”.
Había un solo establecimiento abierto, y don Críspulo se detuvo instintivamente. Entretenido en dar vueltas a una gran cadena, el celendino Absalón vertía unas miradas aburrimiento a la calle. Su faz arrebatada, sus bigotes tiesos de máscara carnavalesca, el traje azul resplandeciente, le daban una aspecto agradable, de suma elegancia. Deslumbrado, don Críspulo tuvo una inspiración.
- Vengo a pedirle una merced, oiga usted don Absalón –le dijo acercándose-. Válgame usted ahora, amigo.
- Cómo no, paisano, con mucho gusto. Si me alcanzo.
- Don Luis no me ha cumplido y estoy desesperado. Cárgueme usted al niño, don Absalón.
El mercachifle era un despreocupado y jamás había dejado de ostentar. Así, pues, emitió un silbido prolongado y levantó los ojos, lleno de alegre exaltación. ¿Cómo desdeñar ocasión linda? ¡Claro que aceptaba! Por lo demás, el representarlo, quien quiera que fuese, resultaba favorecido, ¿no?
Don Críspulo le ofreció una sonrisa remunerativa, y reforzó las expresiones de su gratitud con unas feroces palmadas, muy de compadre, aplicadas en las espaldas del forastero.
La ceremonia tuvo cuanto de piadoso y emocionante cabe esperar en ocasiones semejantes: los ademanes imponentes del chapetón, el recogimiento susurrante de los acompañantes, los cumplidos chillidos del catecúmeno; todo.
Ni fue menos propio lo que vino después. Quienes se retiraron aburridos por la dilatada espera, retornaron con más ansias, si cabe, que al comienzo. Se consumieron alegremente las hiperbólicas viandas, entre discursos detestables y risotadas desmedidas. Las botellas emprendieron giras relampagueantes; y, en su oportunidad, dos violinistas acompañados de un arpista, se instalaron silenciosamente en un rincón sumido en la penumbra. Al romper el primer huayno, ululante como el primer grito de victoria, el salón se empenachó de pañuelos y alaridos bárbaros. Convertida e una caja de resonancias, la casa retumbó largamente; y hasta el amanecer, la puerta de calle estuvo devocando seres tambaleantes y desaforados como desperdicios de la fiesta.
Al día siguiente, ya entrada la mañana, la temperatura se hizo particularmente insoportable. Como en espejos innumerables, chispeaba el sol al herir las hojas limpias de los frutales; y desde el río aletargado llegaban nubes inmensas de mosquitos zumbadores.
A esa hora, el aire se conmovió con un repentino y confuso tañido de metales que venía desde el camino. Los chiquillos salieron a escape al encuentro de la banda de músicos, mientras los mayores asomaban extrañados a sus puertas. ¿La banda de Llipa, la gran banda! No era de solemnidad ciertamente y lo que estaba sucediendo resultaba desconcertante en extremo.
Como una sombra, creció la sorpresa de todos cuando pudieron constatar que a la cabeza de la banda marchaba un hombre cabalgando sobre una mula garbosa de color amarronado.
- ¡Luis Pardo! –salió la voz de algún punto.
No era otro, en efecto, que el chiquiano inquietante, el Gran Bandido, cuyo nombre rendía los labios y hacía temblar el corazón de inseguridad y esperanza. Cabalgaba dominador y tranquilo, cercado por la algarabía infantil y la temerosa curiosidad de los adultos.
Los vieron contener al animal con un súbito tirón de riendas, en media calle, frente al negocio del celendino. Brazo en alto, mandó callar a los músicos.
- ¡Afuera los sombreros! –ordenó.
Desguarnecidos tras uniforme y veloz maniobra, reveláronse las crinudas testas, como las de esos muñecos grotescos que emergen fulminantes y burlones de las cajas de sorpresas.
A una indicación, ingresaron los cholos en la tienda y se dieron a probar los sombreros, dispuestos como panes en el mostrador. Salieron coronados de un resplandor albeante y formaron nuevamente en la calle. Parecían seres caprichosos o distraídos que hubieran olvidado endomingarse el resto. Sus trajes estaban cubiertos de polvo y tenían cuarteada la mugre de los pies.
Desde su cabalgadura, sin preguntar el precio, el bandolero arrojó unas libras de oro al celendino y siguió su marcha. El mercachifle lo miraba, estupefacto, y apretaba las monedas que comenzaban a humedecerse. “¡Vaya tipo rumboso! Nada menos que quince sombreros de un solo viaje!”
Descabalgó ante la casa de don Críspulo. Acababa de levantarse éste, y acudió presuroso, a medio vestir, para abrirle la puerta. Tenía ojos de espanto y su piel parecía iluminada por dentro.
- ¡Don Luis!
- ¡Qué cara pone usted compadre! I no estamos de pleito.
De cerca, resaltaba su faz dura y sollamada. Sus mismos ojos, que alcanzaban tan de lejos, ocupaban toda la luz con su brillo cortante. Se le veía fuerte y ágil, con tensiones y soltura de puma joven.
El pobre hombre se atragantaba con las palabras:
- No lo esperábamos ya; le juro a usted son Luis.
- Me lo suponía. Pero dejemos eso y mande tocar retreta en seguida porque no me sobra mucho tiempo.
El hombre bajó la cabeza, abrumado, lo enloquecía el deseo de echar a correr; pero había alguien entre él y la puerta, infranqueable como un río en crecida. Quedó, pues, mudo e inmóvil, dispuesto a esperar lo que viniera.
El bandolero sospechó algo tras la actitud de don Críspulo. De un salto cubrió la puerta y miró en todas direcciones.
- ¿Qué pasa? ¿Qué ha hecho usted? ¿Por qué no contesta usted?
En ese instante asomó la dueña de casa limpiándose las manos en el delantal. Caminaba con decisión y se esforzaba por parecer tranquila.
- ¡Jesús! ¡Usted compadrito! Bienvenido y gracias por las consideraciones.
Luis Pardo no prestó atención a la mujer. Preguntó con voz ruda:
- ¿Qué tiene su marido? ¿Por qué está así?
- ¡Ah, este hombre! –respondió la matrona sonriendo como tras morder un limón-. No sabe explicarse, y le asusta usted como el demonio.
- ¿Cómo? ¡Hable usted más claro!
La hembra lo impuso de lo ocurrido con exageraciones pintorescas y extraordinarias razones de descargo.
- ¡Ah! ¿Con que apestaba la trastienda? ¡Muy bien! ¡Magnífico!
Se los quedó mirando con un aire imponente que levantaba la piel. Don Críspulo hundió más la cabeza espeluznada, sacudido por un pánico silencioso y brutal. La mujer irguió por un instante el busto, tratando de conservar una actitud digna; pero se le remecieron las carnes ante aquel hombre que los asediaba con ojos de fiera cazadora.
- ¿con que era eso, no? –replicó Luis Pardo- Es increíble verdaderamente. Pero eso no se hace conmigo, ¿entienden? Aunque haya motivos, eso no se hace conmigo. Me amuelan las ingratitudes.
Dejó caer la culata del fusil y avanzó unos pasos. La banda de músicos rompió a tocar un aire alborozado que revoló enardecedor, mezclado con el tumulto de la gente que se agolpaba afuera.
Se detuvo bruscamente. Frente a él no veía sino a dos seres débiles y arrependtidos, que disminuían cada vez ante un poder que amenazaba desatarse. Y había un pueblo, además que esperaba otra cosa de él.
- Bueno –dijo- Ustedes se las arreglaron del mejor modo. Ahora me toca a mí. Don Críspulo, reúna en el acto a la gente. ¡A todo el pueblo! ¡Pronto!
El hombre voló como un cohete de arranque.
- Y usted –se dirigió a la mujer-, oblíguense en la cocina, y olvide que tiene riñones. Lo quiero todo bueno y abundante, como nunca se ha visto.
Se adelantó, dejando una huella vibrante tras las espuelas colosales, y deslizó en las manos de ella unas monedas de oro.
Fueron a la iglesia acompañados de un gentío inmenso. Desde las chacras más lejanas, atraídos por la música, no cesaban de llegar los curiosos.
Al cura lo habían hecho saltar de la cama soplándole un solo nombre. Bajo los ornamentos, sentía la quemazón del miedo y de la fiebre nocturna. Sin atinar a otra cosa, se pasaba desatentadamente el pañuelo por la cabezota brillante. Dispuesto a simular una compulsión, se asombró al contemplar a la criatura.
- ¡Pero no habían dicho que este era el niño!
- ¿Y qué señor cura, que altera eso? –interrogó el padrino.
- ¡Mucho, señor Pardo! ¡Ese niño está bautizado!
- Sin mi consentimiento. No puedo tolerar que se me usurpe un derecho, y menos que me suplante un monigote. ¡Ya lo sabe usted!
- Con todo… Usted verá… Los mandamientos de la Santa Iglesia son terminantes… No puedo cometer un sacrilegio… Usted no puede obligarme…
- ¡Basta de farsa, señor cura! Bien se ve que ya lo tenían perfectamente enterado. Además, no he venido a discutir con usted, Con que ¡arza!
Con grave empaque, le presentó el niño. Esta vez, el sacerdote se desbarató y no replicó más. Tenía la voz desentonada mientras recitaba las fórmulas rituales. Al terminar, le acometió un estremecimiento glacial y se apresuró a ausentarse.
A lo largo de la calle polvorienta, padrino enterró muchas monedas de plata, de las mayores, de las que hacen sombra grande y quedan vibrando con un eco lindo. Atropellándose los rapaces se zambullían en el polvo para disputárselas, y salían sucios de pies a cabeza. Los vivas estallaban a intervalos cortitos, hilvanados por el estrépito de una marcha bélica. El cura rezaba, rezaba, en la penumbra del presbiterio, ante un Cristo de pupilas doloridas y pies sangrantes.
En medio de gritos y estrujones, el tropel de gente ingresó en la casa, colmando el patio y todos los compartimientos disponibles. En poco tiempo, se desencadenó el delirio y no hubo voz que se dejase oír enteramente. El trompeteo de los músicos, la grita, los jaleos, aprisionados en el reducido ámbito, rebotando de pared en pared, se transformaron en un solo eco clamoroso y zumbante que golpeaba los oídos hasta aturdir. Risueño y satisfecho, Luis Pardo iba y venía sin reposo, tomando un bocado, bebiendo a ratos, desgañitándose él también.
- ¡Carguen el cubilete, cholos! ¡Eso es así!
Ya en pleno desbarajuste, muchas voces enronquecidas se escurrían a través de la compacta malla de alaridos.
- ¡Viva Luis Pardo!
- ¡Viva la vida, c…! ¡Vivan los machos de mi tierra!
Cuando se produjo la primera pendencia, y ya muchos, entre ellos don Críspulo, no sabían qué santo hacían allí, Luis Pardo franqueó la puerta de calle y se alejó al tranco liviano de su mula, con el fusil cruzado sobre el basto delantero.
La calle estaba desierta, las arboledas silenciosas, y con el aroma creciente de limoneros y guayabos llegaba la noche como un inmenso párpado que se abate lentamente.
Mayo de 1959.
Fuente:
De Filomeno Zubieta Núñez
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